30.11.09

Un cuento de madrugada





Por Fernando Neira



Entraron por la puerta de atrás
y se llevaron mi futuro.
No hubo más noches de cuentos infantiles.

Se acabaron para siempre las arropadas de papá,
mis sábanas nunca volvieron a traslucir lo mismo.
Las voces por las noches ahora sólo me sobresaltan.

Todavía siento esas botas crujir en el suelo
de madera de la habitación contigua.
¡Y cómo no recordarlos!, si fueron los pasos
que se arrebataron parte de mi historia.

Aunque ahora que lo pienso, quizás a partir
de ese momento mi vida pasó a ser parte
de un cuento del que alguna vez un padre
le cuente a su hijo.
Bajar la edad de imputabilidad no es la solución

Se demoniza a los jóvenes pobres, que son el último eslabón de la cadena del crimen organizado, y se elude la decisiva complicidad de políticos y policías.


Por Pino Solanas


El grave problema de la inseguridad tiende a ser abordado con una extrema simplificación por políticos y analistas: demonizan a los jóvenes pobres que son el último eslabón de la cadena del crimen organizado y eluden la decisiva complicidad de políticos, sectores de la policía y del Poder Judicial. El asesinato cometido en Valentín Alsina por un joven de 14 años para robar un auto es paradigmático: nadie puede creer que lo ha hecho para ir a pasear a Pinamar con su novia. Es por demás evidente que debe entregarlo a los que comercian autos robados o a los desarmaderos. En el caso bonaerense, los grandes desarmaderos fueron desmantelados en 2002 y 2003; pero ahora funcionan en escalas menores bajo techo: aun así no pueden ser desconocidos por los responsables de combatir el delito.


Un alto porcentaje de los hechos delictivos se cometen bajo el efecto de drogas como el paco, pero si bien en las villas y barrios carenciados muchos saben quiénes son los traficantes, denunciarlos a la policía significa una condena a muerte. Ese joven de 14 años vive en la Villa 21, donde el sacerdote Pepe ha sido amenazado por combatir el consumo del paco, pero no ha logrado concitar un interés efectivo por parte de las autoridades competentes para erradicarlo. En esa misma villa, se muestra la falacia que culpa a las familias, cuya desintegración redundaría en la decisión de no enviar a los hijos a la escuela: más de cien madres que habitan allí denunciaron no haber encontrado cupos en escuelas a 40 cuadras a la redonda, sea por desidia gubernamental o por discriminación de los chicos. No es un dato menor del problema de la violencia, la humillación y la agresión a su dignidad y autoestima que sufren estos chicos, sea por el color de la piel o por la cultura neoliberal aún presente, que reivindica el consumismo y el lucro, valorando a las personas por lo que tienen y no por lo que son.


El mensaje implícito o explícito es que al no tener nada no son nada, no tienen futuro y su vida carece de valor: pero si su vida no vale nada, tampoco la de otros. Pocos analistas relacionan la delincuencia de estos jóvenes con la impunidad delictiva de funcionarios, empresarios, políticos y dirigentes sindicales, que exhiben obscenamente el fruto de sus acciones sin recibir ningún castigo, confirmando la frase discepoleana “el que no afana es un gil”. La demonización predominante pretende velar que de los 6 millones de niños y jóvenes menores de 20 años en condiciones de pobreza, poco menos del 2% se vuelca al delito. Si bien esa proporción implica más de 100 mil protagonistas de la delincuencia actual en esas edades, la lectura de las mismas estadísticas en otro sentido indica que el 98% de ellos son muy valiosos: a pesar de las carencias y dificultades para alimentarse, estudiar, trabajar, adquirir medicamentos, comprar ropa, salir con sus novias/os o tener una casa, buscan otros caminos como respuesta ante condiciones críticas.


La catástrofe económica y social que vivimos desde hace más de tres décadas es la causa última de la inseguridad. Continuamos presenciando el despojo de los recursos públicos en favor de grupos económico-financieros locales y externos. En estas décadas, la pobreza creció desde el 7% histórico hasta el actual 35%; a ello se suman el aumento del desempleo y el subempleo, mientras la mitad de los ocupados son empleados de modo precario o trabajan en negro. Estas duras condiciones sociales podrían haberse superado con el alto crecimiento económico de los últimos años, si los gobiernos kirchneristas no hubieran priorizado a las corporaciones amigas y los negocios privados con recursos públicos.


Para afrontar seriamente el problema de la inseguridad es necesaria una voluntad política dispuesta a revertir el sufrimiento de una proporción demasiado alta de nuestros compatriotas y acabar con la corrupción política y el crimen organizado; la solución no es bajar edades de imputabilidad.

17.11.09

El Plan

Por Josefina Licitra


Antes, dice Elvira, las cosas eran distintas. Llegaba una caja grande y adentro estaba el arroz, la polenta, el aceite, el flan, la sémola, la salsa de tomate, todo: estaba todo lo que vos necesitabas.


–Antes –dice– vos vieras lo grande que era la caja.Elvira está sentada en la galería de su casa: tres ambientes de cemento áspero y un patio que desemboca, rejas mediante, en una calle de polvo. Sobre la mesa hay un mate y un cuenco lleno de azúcar. Elvira ceba y chupa con el mismo desencanto con el que respira. Así pasa tres mañanas por semana: desayunando flojamente y recibiendo a la gente que pasa a buscar la leche del Plan Vida.


–Antes –dice– te llegaba hasta yerba de marca, no este pastito.Elvira frunce los ojos. La mirada se le queda en un lugar que no es allá ni acá, y que suele ser el recuerdo. En el conurbano, donde el 35% de los habitantes está bajo la línea de pobreza, hay cerca de un millón personas cuyas vidas transcurren en este trance paradojal que sólo genera el Estado: a falta de un Plan, hay planes. Y la gente hace con ellos un trabajo de costura que, en el mejor de los azares, los salva de partirse al medio. En el caso del Plan Vida, se trata de un proyecto asistencial que cubre a las criaturas de cero a seis años y que es administrado por 35 mil manzaneras que, como Elvira, hacen de sus casas un lugar de expendio, una pasarela de mañanas rotas.


A veces, dice Elvira, vienen los nenes apurados y fuera de horario. La madre sale a trabajar temprano y ellos se quedan dormidos, y cuando ven que se les fue la hora, salen corriendo a buscar la leche para sus hermanos.


–A veces –dice– vienen pibitos de ocho, nueve años: pibitos que quedaron fuera del plan. Vienen, me lloran, me piden si no me sobra una leche, si no me quedó un fideíto. Capaz que yo me voy a comprar algo y vuelvo y los encuentro ahí, solitos, esperando. Ah, sí. Qué difícil.


Elvira es manzanera desde hace cuatro años. Tres veces por semana madruga, baldea su casa, recibe la mercadería –varias decenas de sachets de medio litro– y se sienta a esperar que entre las 9 y las 10 de la mañana lleguen los 160 beneficiarios que están en su lista. El plan, dice el gobierno bonaerense, es un programa de “nutrición complementaria”. Pero hay mucha gente que, sin un Plan y sin el plan –y sin salir a robar o a mendigar– no tendría nada que llevarse al estómago.


–Hay nenes –dice Elvira– que comen todos los días la polenta del plan.Para entrar en las listas, las madres de criaturas de hasta seis años deben tramitar un alta y aguardar tres meses –aunque hay quienes han esperado un año o más– para recibir los beneficios: medio litro de leche por día y por nene; y, una vez al mes, una caja de alimentos que está siendo lentamente reemplazada por una tarjeta de cien pesos puesta para “transparentar” el reparto de mercadería.


–Tendrían que llegar como diez productos en la caja, pero desde hace años que casi lo único que llega es polenta. Siempre polenta, polenta, polenta. Y fideo. Y el otro miércoles otra vez polenta. Hace seis meses que no veo un aceite.


Johnny, el marido de Elvira, un hombre de ojos tan celestes que parecen ciegos, está sentado a su lado y hace un rictus con forma de sonrisa. Tiene la quijada quieta; una palmeta en la mano. Cada tanto se sacude y aplasta un mosquito.


–Hablando del plan, a la Moni parece que le sale el subsidio –dice Johnny y mata un bicho–. Yo no entiendo cómo te pinchan los mosquitos si el cuerpo de uno es duro. Más para un mosquito.


–En los poros –responde Elvira–: clavan en los poros.


Un estudio sobre el Plan Vida hecho por la Universidad de Quilmes dice, entre tantas cosas que dice, que el nivel de instrucción de las manzaneras es, en términos generales, inferior al de las beneficiarias. Una lectura posible de este dato es que hay muchas mujeres que tuvieron una educación, que alguna vez formaron parte de un Plan, pero terminaron comiendo de las manos de un programa asistencial.


No es el caso de Elvira. Llegó de Formosa a los catorce años –con segundo grado completo– y trabajó toda la vida como personal doméstico. Sus patrones le enseñaron a atender el teléfono, a hacer una cama, a leer la lista de las compras. Pero nunca la pusieron en blanco. En ese tránsito estaba cuando conoció a Johnny: un albañil de ojos glaucos con el que terminó teniendo siete hijos.


Elvira y Johnny se reprodujeron a lo grande, ahorraron, compraron un terreno en Escobar. Allí –aquí– Johnny construyó esta casa seca de todo y coronada –en una impensada concesión a la belleza– por siete dinteles en forma de arco.


–Uno por cada hijo, ¡igualito que el plan! –se exalta Johnny y Elvira le festeja el chiste.


Vos vieras, dice ella, vos vieras lo bien que salen los arcos en las fotos.

Se fue un tipo extraordinario

Su documento de identidad decía que mi viejo nació un 25 de agosto de 1933, aunque en realidad su cumpleaños era el 23 de agosto, se ve que ...