3.4.06

´CIENTOS DE PALABRAS´, UN ANÁLISIS SOBRE EL FENÓMENO JOAQUÍN SABINA.

Por Sergio Pujol, especial para Babilonia Periodistica

EL FENÓMENO SABINA NO SOLO SE VE REFLEJADO EN LA VENTA DE ENTRADAS PARA SUS CONCIERTOS.

Desde que irrumpió en el horizonte argentino, allá por finales de los 80, Joaquín Sabina no ha hecho otra cosa que afirmar sus vínculos con un público que lo agasaja hasta lo indecible. El hombre está en todas partes: en afiches fotocopiados anunciando “tributos” a su repertorio. En la radio y la tevé, obviamente (“La noche del 10” supo tenerlo ahí, puteando con salero). En discos de su amiga Chavela Vargas - él tuvo algo que ver en la recuperación de la gran cantante - y en uno que hizo, peleas y maledicencias de por medio, con Fito Páez.
Es cierto que su influencia sobre cantautores argentinos no es relevante, más allá de las bandas que lo recrean textualmente y alguna que otra referencia en el cancionero de Andrés Calamaro. Pero sobre el público argentino, Sabina ejerce un gran magnetismo. Como todo el mundo sabe, las entradas para su regreso, después de una ausencia prolongada y bastante dramática, se agotaron en pocas horas, y no hubo agregado de fecha suficiente para saciar la sed de Sabina que parece haber atacado a miles y miles de argentinos. (Si uno llama por teléfono para comprar tickets para cualquier evento musical o teatral de marzo, lo primero que escucha es una grabación que advierte que “Las entradas para Sabina están agotadas”).
¿Por qué pasa esto con Sabina? Para los que no compartimos los fervores por el autor de “Alivio de luto”, la pregunta es válida, acaso necesaria. Indudablemente, Sabina no es Arjona: ni sus canciones ni sus públicos parecen tener muchas cosas en común. Tampoco los usos sociales de uno y otro son los mismos. En ese sentido, Sabina no responde al modelo de cantante romántico popular. No es Arjona, entonces. No es el típico galán sonoro que circunvala el “te quiero, te querré”, y su llegada entre chicas de condición humilde es muy escasa. Sus canciones tienen otra aspiración: buscan perdurar - y evidentemente lo han logrado - por la felicidad de sus versos. En ellos observamos siempre un cierto valor literario, que él mismo se ha encargado de remarcar en artículos, poemas sueltos y entrevistas. (Cuando lo han ido a entrevistar a su casa, Sabina ha elegido la biblioteca como pintura de fondo). Decía hace poco al diario “El País”: “Como yo no tenía una gran voz ni era un excelente guitarrista, a los veinte años decidí que lo que podía aportar a la canción eran cientos de palabras”.
De este modo, Sabina se inscribe en un doble linaje: el de sus pares españoles y el de los maestros de la canción francesa. No es casual que de vez en cuando cite a Brassens o que en algunas de sus baladas rockeras recuerde un poco al último Gainsbourg. También admira, como puede imaginarse, a Bob Dylan y a Leonard Cohen (de este último tomó la idea para “Pie de guerra”, de su nuevo CD). Consciente como sus modelos de las dificultades de hacer poesía en los dominios de la canción, agregaba Sabina: “En estos dos años que he estado retirado de los escenarios he estado escribiendo sonetos, e incluso versos en revistas de actualidad, y me he dado cuenta de que las canciones no son sonetos, y no son poemas; si no nacen con la música puesta, no nacen. Ahora tengo claro, desde el primer verso, qué cosa es una canción y qué cosa no será jamás una canción”.

Después de Serrat
La apoteosis Sabina responde a una primera historia de amor: la de la clase media argentina con la canción española. Serrat, Victor Manuel, Paco Ibañez, Luis Eduardo Aute... Pasaron los años, se renovaron las generaciones, pero nunca faltó algún referente peninsular entre los más vendidos. Recientemente, lo hemos tenido a Ismael Serrano. Podríamos considerar esto como un pequeño triunfo de la lengua, y bien haría la Real Academia en premiar a estos cantantes solitarios que supieron filtrarse entre los géneros vernáculos y las tendencias internacionales. Recordemos: otras tradiciones cancionísticas tuvieron su cuarto de hora (la italiana, la francesa) y hoy son apenas disparadores de nostalgia. Los españoles, en cambio, se hicieron un lugar más estable.
A esa serie de cantautores más poetas que músicos - si bien Serrat fue, al menos en sus primeros discos, un melodista superior - Sabina se suma como expresión del Madrid post-franquista. No encontramos en su lírica los tonos de la resistencia cultural, ni las asignaturas de una España rota en dos, ni los modos elusivos para decir por medio de la canción lo que no podía decirse directamente. Por ejemplo, cuando Serrat cantaba “Poco antes de las 10” planteaba valientemente una realidad que la moral burguesa se resistía a aceptar : la chica le hacía creer a sus padres que seguía virgen, porque respetaba los horarios paternos. Sabina, en cambio, ya no tiene esos límites: pocos padres y ningún hogar hay en sus canciones. Y cuando le dedica una canción a una de sus hijas le dice, cariñosamente, “hija de puta” (“Ay Rocío”). ¿Escandaliza? No, él sabe cómo decirlo, calcula el efecto de sus palabras. La frontera que separaba lo que podía o no podía decirse se ha corrido, en un proceso de acelerada modernización: cocaína, erección, amantes despechados, eyaculación, hijas de puta...Pero esas licencias de modernidad - o de posmodernidad, con algunos guiños al cine de Almodovar - no son radicales, no incomodan, no perturban, porque las fábulas que canta Sabina son a la vez románticas y desprejuiciadas, privadas y emblemáticas. Esa medianía entre la vida burguesa y el corazón bohemio resulta seductora, y en algún punto indulgente: el cantante es como los tiempos que corren, como los tiempos que le ha tocado vivir. Sólo que él intenta seguir cantándole a los sentimientos, por más camuflados que estos estén: “En el diario no hablaban de tí...” es tal vez su mejor verso, de su mejor canción (“Eclipse de mar”), porque allí cruza con ingenio el mundo exterior de las noticias con la confesión más privada.
Esto no significa que sus canciones hayan encontrado eco rápidamente. Cuando aparecieron los primeros discos - Inventario, en 1978, y luego Malas compañías y Ruleta rusa - hubo algún malestar por esos retratos de vida finisecular que Sabina solía entonar en los pubs madrileños. De modo equidistante, el cantautor empezó su carrera irritando tanto a los abultados sectores conservadores de su país como a los rockeros más intransigentes. Para los primeros, se trataba de un pícaro moderno, pecador confeso y zumbón, indiferente ante los símbolos de la España de sacristía, que se alimentaba de la nocturnidad del destape español. Para el público más joven, en cambio, el cantante de Mentiras piadosas y Física y Química era un falso transgresor, un falso rocker, un “blando” que coqueteaba aquí y allá con los riffs y la crudeza del rock sin perder de vista el gusto de una audiencia amplia y un tanto amorfa. En estos términos fue juzgado y condenado en 1987 por la revista “Rock de Lux”: “Todo cargado de un trascendentalismo casero muy asequible al gusto de la generación PSOE, embobada ella con el adocenamiento más simplón”.
Sin embargo, para el público argentino aquellas acusaciones no hicieron mella, y Sabina, como una generación antes Serrat, encontró en Buenos Aires la mejor recepción, en parte favorecido por la chatura de los cantautores locales, y en parte porque supo combinar distintos registros culturales, del pop flamenco al rock and roll ; de las guajiras y sones al tango ; de la balada romántica a la balada blusera, todo con dicción y retórica bien españolas y sin generar mayores tensiones ni conflictos. Con bases instrumentales variadas, Sabina creó un mundo cancionístico inclusivo, amplio y tolerante, bastante pobre en términos musicales y con algunos hallazgos literarios. En una época de subculturas y ofertas musicales muy fragmentadas, el español logró llegar a una audiencia hispanohablante con una idea de canción moderna “bien escrita” y de indudable instinto etnográfico: su comedia humana rescató tipos y situaciones axiales de su país y de sus reflejos rioplatenses. En ese sentido, las “chicas” de Sabina son más universales que las de Almodovar.

Cerca del tango
La relación de Sabina con el tango resulta central en toda hipótesis que se tenga en relación a su éxito. No porque sus canciones ni su estilo interpretativo pertenezcan ex profeso al género porteño, sino porque sus historias, y las maneras empleadas para contarlas, son tangueras. ¿O acaso no es tanguero el angustioso balance que hace el personaje de “19 días y 500 noches”, una canción central en el corpus del español? ¿Cómo no encontrar empatía tanguera “Quién se ha robado el mes de abril” o en “Camas vacías”? También en sus peores canciones (“Así yo estoy sin tí”, por ejemplo) hay una voz que enuncia desde la soledad existencial del tango. En todos estos temas, los puntos de vista - el confesional de la primera persona y el apóstrofe de la segunda - nos resultan familiares, se acoplan fácilmente a nuestra literatura popular. Lógicamente, Sabina no apela al lunfardo, pero emplea su propio glosario y “malas palabras”, en un constante cruce de registros lingüísticos. Le gusta decir con Brassens: “Cada vez que se canta mierda asoma una flor por detrás”. ¿No es esa la flor de fango?
Mientras una nueva generación de poetas intenta renovar el tango-canción con resultados aún poco convincentes, y se sigue especulando sobre las continuidades entre la canción de Buenos Aires y el rock, Sabina ha sabido colarse entre el público argentino con su personaje de humo y alcohol y su repertorio de “corazón en los huesos”, como dice en “19 días y 500 noches”. Por ahora, todo parece indicar que sus canciones no serán desalojadas fácilmente.

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