11.2.08

PJK


El 10 de febrero de 1996, cuando lanzó la frase que encabeza esta página, el hombre era gobernador de Santa Cruz. A la frase, sin embargo, le falta un cuarto modo de convencer a propios o extraños que Kirchner conoce (y aplica) muy bien.

Por Edi Zunino

En política hay tres métodos. Uno: convencer naturalmente. Dos: convencer por el temor. Y si no se puede con ninguno de esos dos, hay otro método: se terminó, andate.”
Néstor Carlos Kirchner.

El 10 de febrero de 1996, cuando lanzó la frase que encabeza esta página, el hombre era gobernador de Santa Cruz. A la frase, sin embargo, le falta un cuarto modo de convencer a propios o extraños que Kirchner conoce (y aplica) muy bien. Se trata de una variante intermedia entre el punto 1 (“convencer naturalmente”) y el punto 2 (convencer por temor”). Podría sintetizárselo así: “Billetera mata rival”.
Lo concreto es que, hace hoy 12 años exactos, Kirchner venía de ser reelecto como parte de la ola reeleccionista encabezada por Carlos Saúl Menem a nivel nacional y recién empezaba a diferenciarse del caudillo riojano, anticipándose a su previsible desgaste. Entonces ya era un obsesivo del PJ, esa estructura apabullante que pasa a ser un “aparato pasado de moda” cuando lo manejan otros y que, en breve, se dará el gustazo de comandar. Decía el Pingüino, por aquellos días: “La conducción del partido implementa procedimientos feudales, parece tener sólo un jefe y un empleado.” “Somos la minoría testimonial dentro del PJ, un espacio sólido alternativo.”
El “jefe” era Menem. Y Eduardo Duhalde, el empleado. En dicha “minoría testimonial” empezaban a brillar Kirchner, su esposa, el porteño Gustavo Beliz y el mendocino José Octavio Bordón, quien quería volver al calorcito pejotista tras conseguir 5.000.000 de votos, aliado a Chacho Alvarez contra Menem. Recién a partir de 2003, tras el tole-tole heredado de la Alianza armada por Chacho con la UCR, se sabría que los Kirchner manejaban su provincia con criterios feudales demasiado similares a los que cuestionaba.
En 2003, Kirchner llegó casi de carambola a la Presidencia de la Nación, gracias al apoyo por descarte de Duhalde, quien poco después pasó a ser otra vez uno de sus grandes enemigos y ahora quizá vuelva a convertirse en uno de sus más caros aliados, Roberto Lavagna mediante, por convicción, por temor o por lo que sea. Gustavo Beliz fue su primer ministro estrella, hasta que Kirchner le dijo “se terminó, andate”. Y Beliz se fue, como se había ido del gobierno de Menem: denunciando corrupción. Sería interesante recordar que, hace 12 años exactos, cuando Kirchner se acercó a Beliz para diferenciarse de Menem, tampoco se diferenció tanto.
Pese a los desplantes de Beliz, Kirchner sostuvo hasta último momento que Menem era “totalmente ajeno a esas cosas”. Se excusaba así: “Yo no sé nada de eso, estoy a 3.000 kilómetros. Si no, honestamente lo digo, haría todas las denuncias que correspondan”. Después parece que supo algo. O le resultó conveniente saberlo. Qué más da... Lavagna también se fue del gobierno de Kirchner hablando pestes, aunque sin énfasis, de una supuesta “cartelización de la obra pública” en favor de un presunto “capitalismo para los amigos”. Pero como Lavagna no suele poner énfasis a prácticamente nada, todo el mundo entendió que se estaba revelando ante una manera bastante mafiosa de administrar los fondos del Estado.
Así fue como Lavagna se coló en la segunda elección presidencial consecutiva con tres candidatos de cuna peronista: tal como en 2003 habían competido Menem, Kirchner y Adolfo Rodríguez Saá, en octubre pasado el ex ministro se anotó para peleársela a la señora de Kirchner y al hermano de Rodríguez Saá. Todos divididos, triunfó Cristina. Los Kirchner están haciendo todo lo que hacen (sobre todo él, hay que decirlo, porque es el que más hace de los dos) en pos de una estrategia a esta altura inocultable: ganar las elecciones de 2011 con la mayor cantidad de votos posible por encima del 51%, lo cual, desde su omnímodo punto de vista, significa: Garantizar que, llegado el momento, el voto peronista no vaya disperso.
Lograr que la UCR se reorganice en torno a los radicales K. Encolumnar a las dos principales identidades políticas argentinas tras un mismo proyecto les permitiría, según sus planes, edificar ese “nuevo movimiento popular” que no supieron conseguir ni Raúl Alfonsín, ni Carlos Menem, ni, mucho menos, Fernando de la Rúa. Hay una condición ineludible: que la gestión Cristina pueda soportar cualquier clase de eventuales zozobras (sobre todo económicas), merced al férreo control del Congreso, los sindicatos, los movimientos piqueteros y las gobernaciones, y a la inexistencia fáctica de una oposición sensata.
En ese sentido, Lavagna le resta más a la oposición de lo que le suma al oficialismo, donde sólo aquilata pergaminos de economista apto para las tormentas. Semejante acumulación de poder sólo sirve para nublar un hecho que el matrimonio presidencial estaría en condiciones de adjudicarse: la democracia necesita de partidos fuertes y los Kirchner parecen ser los únicos interesados en recrear un sistema basado en ellos. A este paso, el único partido fuerte será el PJ y su único líder, el esposo de la Presidenta y principal candidato a sucederla.
En el mejor de los casos, la UCR revivirá como apéndice de ese esquema. Del otro lado, al menos en el mediano plazo, quedarán Elisa Carrió y sus amigos (que cambia seguido), Mauricio Macri y los suyos (entre los cuales hay varios “pejotistas”) y los devaluados Menem aliados a los excéntricos Rodríguez Saá, que se autocondenan a llegar tarde a todos lados, porque en San Luis se levantan una hora después que en el resto de la República Argentina. Por convicción, por susto o por interés, el que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen. Lo dice el manual del PJK.

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