17.9.09

Un viaje subterráneo

Por Fernando Neira

Para aquel que no está acostumbrado, o no lo hace habitualmente, viajar en subte puede resultar una gran experiencia para los sentidos. Es más, creo que la gente no está verdaderamente conciente de lo cerca que se está de muerte ahí abajo. El más mínimo error o descuido puede derivar en tragedia. Ya sé, me dirán que arriba de un colectivo o dentro de un taxi, o caminando por la avenida Corrientes, el riesgo es el mismo, pero créame que no es así. ¿Qué pasa si nos tropezamos y caemos en las vías al momento que viene el subterráneo?. ¿Alguien prestó debida atención de los ruidos que hacen los coches cuando van por esas vías semi oscuras entre una estación y otra?.

Para el hombre de campo, aquel que vive o proviene de zonas donde el principal sustento es el cultivo de la tierra, el hecho de permanecer por debajo de ese manto sagrado es todo un acontecimiento.

Para las personas que sufren de ansiedad el subte es un arma de doble filo. Por un lado es el medio de transporte de pasajeros más rápido y efectivo que existe en las grandes urbes colapsadas por la vorágine del tránsito. Ya que les permite trasladarse de un lugar a otro en un lapso corto de tiempo, casi sin demoras ni momento para replanteos. Pero como contra prestación, las personas que viajan por debajo de la tierra, se están perdiendo lo que pasa por sobre ella. Y las personas ansiosas quieren, o queremos, estar al tanto de todo. Si llueve, si hace calor o frío, quiénes protagonizan las manifestaciones del día y dónde se llevan a cabo, cuánta gente hay, si tienen pancartas y qué dicen, etc.

Pero tampoco hay que negar que un viaje en subte puede ser un momento ideal para estar y no estar. Intentaré explicarme mejor. Continuando la lógica del hombre de campo primitivo que sólo estaba acostumbrado a que las personas que se trasladaban debajo de la tierra era porque les había llegado el momento sublime de partir hacia la muerte, la situación de permanecer vivos debajo de la superficie obliga a las personas a seguir pensando. Voluntaria o involuntariamente.

Cientos de personas comparten un mismo vagón diariamente, se dirigen a sus trabajos, a sus casas, viajan por placer, para visitar a un familiar enfermo, lo que sea. No importa el destino sino el viaje en sí. El traslado en subte es un reflejo fugáz de la estadía de los seres humanos. Millones de personas que vivimos a gran velocidad, que compartimos espacios en común y que no siempre, o mejor dicho casi nunca, intercambiamos palabras con la persona que tenemos al lado. Y las estaciones pasan como pasan los momentos. Momentos que perdemos o dejamos de aprovechar de una mejor manera. Personas que se maltratan entre si por ingresar a un vagón del que otros tantos se empujan y pelean por bajar. Toda una paradoja. Por eso la reflexión de que un viaje en subte puede ser revelador. Uno puede subirse por ejemplo en la estación Plaza de los Virreyes, un lugar rodeado de grandes villas miserias y bajarse en la otra cabecera, Bolívar, en la puerta del Cabildo. Lugar histórico donde hace casi doscientos años atrás un grupo de hombres con voluntades y lealtades se reunieron para que entre otras cosas esas diferencias sociales no sean tan evidentes como lo son actualmente.

Mientras tanto en el viaje los vendedores ambulantes deambulan incesablemente por los pasillos de la formación. Ofrecen cualquier tipo de cosas, chocolates derretidos, linternas chinas, muñequitos artesanales de lana, llaveros, almanaques con dibujitos y en algunos casos sólo lástima. Seguramente que para el que viaja cotidianamente este medio de transporte, los buscas ya forman parte de la geografía, pero para el que no, es inevitable que se le crucen por la mente cientos de interrogantes y escasas respuestas.
Ahora los dejo porque llegué a mi estación, y es el momento de bajarme de esta nota. Hasta el próximo viaje.-
Razones para oponerse
Por Reynaldo Sietecase

Podría seguir enumerando. Todas las razones para oponerse son válidas. Pero no digan más que se oponen a la ley en defensa de nuestra libertad de expresión. Ustedes y nosotros sabemos que no es cierto.
Los dirigentes políticos que se oponen al proyecto de Ley de Medios Audiovisuales pueden utilizar múltiples argumentos:Porque no creen que sea necesario modificar la ley de la dictadura militar (esta semana cumplió 26 años desde que la firmó Jorge Rafael Videla).
Porque piensan que no existen posiciones dominantes en el mercado de la comunicación y, en consecuencia, no hace falta regular nada.
Porque creen que lo de los monopolios es un verso.
Porque el cambio de reglas lo impulsa el gobierno nacional y no creen que nada que provenga del oficialismo pueda terminar en algo positivo.
Porque los antecedentes del kirchnerismo generan muchas dudas. Su política comunicacional se caracterizó, hasta ahora, por el desprecio a los periodistas, las prebendas para los grupos afines, la compra de medios y la manipulación de la pauta oficial para castigar o premiar a gusto.
Porque están convencidos de que este Congreso no tiene la suficiente legitimidad para sancionar una ley tan importante y piensan que hay que aguardar hasta después del 10 de diciembre para que asuman los legisladores votados el 28 de junio pasado.
Porque creen que una ley es necesaria pero que en este caso no se contempló el tiempo suficiente para debatirla en profundidad.
Porque no creen que los debates que se mantuvieron en foros y universidades tengan valor alguno.
Porque el oficialismo no aceptó la dinámica de audiencias públicas en el interior del país. Porque el debate se desarrolla en medio de una confrontación sin precedentes entre el Gobierno y el principal grupo mediático de la Argentina.
Porque sospechan que el proyecto oficial les puede abrir la puerta al mercado de la comunicación a empresarios amigos de Néstor Kirchner (aunque quedó vedado el ingreso de las empresas telefónicas al mercado de los medios).
Porque están convencidos de que deben proteger a los grupos mediáticos que serán afectados en sus patrimonios por la nueva legislación.
Porque temen represalias de parte de estos medios si apoyan la nueva ley.
Porque, de aprobarse el proyecto, se obligará a las empresas a desprenderse en el término de un año de activos y esto viola derechos adquiridos.
Porque creen que el proyecto es inconstitucional.
Porque esto lo dijo Mariano Grondona y hay que saber escuchar al profesor, un especialista en violaciones a la Constitución.
Porque la norma no permite que un mismo propietario tenga un canal de aire y una emisora de cable en la misma región o zona.
Porque consideran que esa limitación es discriminatoria.
Porque acota a un 35 por ciento la cantidad de abonados de cada empresa de cable.
Porque restringe la producción audiovisual al autorizar solamente una señal de producción propia para cada operador.
Porque creen que no se consultó debidamente a los propietarios de licencias de radio y televisión.
Porque no están de acuerdo con que las entidades del llamado Tercer Sector (organizaciones no gubernamentales, parroquias, entidades gremiales, etc) tengan acceso a medios de comunicación.
Porque creen que de esta manera el Gobierno puede habilitar discrecionalmente licencias a organizaciones amigas.
Porque, a pesar de las modificaciones de último momento, creen que la autoridad de aplicación estará controlada por el Poder Ejecutivo.
Porque pretenden que el organismo que reemplace al actual Comité Federal de Radiodifusión sea un ente autárquico y federal.
Porque piensan que la autoridad de aplicación debe tener estricto control parlamentario. Porque no acuerdan con el período de renovación de sus autoridades.
Podría seguir enumerando. Todas las razones para oponerse son válidas. No importa si responden a posturas ideológicas, políticas sinceras o a posicionamientos empresarios. Pero hay un argumento inadmisible. En nombre de la mayoría de los trabajadores de prensa que queremos una nueva ley de medios audiovisuales democrática y plural, no digan más que se oponen a la ley en defensa de nuestra libertad de expresión. Ustedes y nosotros sabemos que no es cierto.
Lo imposible y lo real
Por Tomas Abraham
El mundo es un caos. Siempre lo fue. La diferencia reside en que hoy el mundo se nos presenta con la velocidad y la simultaneidad de la información digitalizada. Sabemos el mundo al instante. Saberlo no es conocerlo en su totalidad, por el contrario, saberlo es percibir nuestra ignorancia y excitar nuestra curiosidad. No es que sepamos lo que pasa en el mundo, no se trata de descubrir cosas en un cofre global. El mundo no es un lugar sino una proyección. Todo el tiempo se nos presenta la información mundial en fragmentos que se renuevan cada semana. Durante siglos se creyó posible ordenar el mundo. Las ideologías, la filosofía, las religiones, tuvieron la tarea de elaborar sistemas de mundo. Hoy esta labor es imposible. El mundo se escapa, mejor dicho, tenemos conciencia de que está atravesado por líneas de fuga.

Mantener un orden es una de la pretensiones del poder. Alcanzarlo es uno de los deseos de quienes aún no lo administran. Pero es posible que el poder sea una ilusión. Por supuesto que existen quienes pueden controlar sucesos, producir acontecimientos, usufructuar ventajas. Son siempre escasas y fugaces. Un verdadero orden es permanente, si no, no es orden, es una fase o una transición hacia otra fase. El temor nos hace pedir o añorar un orden. Nos inventamos órdenes pretéritos. Creemos que en algún momento de la historia de la humanidad las cosas estaban en su justo lugar. Sin embargo, jamás lo estuvieron. Con el riesgo de parecer esencialistas, no es una desmesura afirmar que la condición humana se ofrece como algo indomable. Siglos de domesticación no lograron crear un animal previsible. Nietzsche definía al hombre como el único animal capaz de hacer promesas; no agregó que es el único ser que las viola. Sin embargo, no le hizo falta aclararlo. Nos ha remitido en sus libros a la historia de lo que llamó “sistemas de crueldad” que consagraron dispositivos de castigo para que los mandamientos sean obedecidos. De todos modos, no hay época en la historia que no se haya salido de cauce y que no fuera vivida por sus protagonistas como una inundación o con un sentimiento de catástrofe.

La diferencia con la actualidad es que existía la creencia en un orden posible, en una totalidad armónica, o en una redención por venir. Hoy esa creencia así como se hace se deshace, no es lo mismo creer que querer creer. Cuando en la actualidad se asevera que el mundo se dirige a Oriente y que la China puede convertirse en un nuevo polo de poder mundial, no hacemos que más que lanzar a la atmósfera un globo aerostático a merced de los vientos. No nos permite imaginar un mundo. La crisis financiera, el calentamiento global, el agotamiento energético del planeta, la producción de vida artificial, son imágenes dispersas de posibles amenazas, de aventuras valoradas contrastadamente. El filósofo alemán Peter Sloterdijk apuesta a que las nuevas tecnologías producirán aires de libertad. El italiano Agamben habla de pasados, presentes y futuros campos de exterminio. Toni Negri ya no sé de qué habla. Vattimo reflexiona sobre una moral caritativa. Debe ser por eso que el filósofo norteamericano Richard Rorty a pesar de esta oferta escribía que ya desde hace un siglo a nadie le importan los fundamentos filosóficos del acontecer humano. Pero no es un problema específico de la filosofía el hecho de no ser tenida en cuenta como formadora de nuevas concepciones del mundo. Lo que no hay es un mito global. No existe una autoridad trascendente llamada Dios, Razón o Verdad, que diagrame un orden. Los hombres no perciben el mundo de acuerdo con un relato que los incluya en un sistema de creencias. Es un proceso irreversible, aunque no más catastrófico que en otras épocas de la historia. Si hubiera existido una CNN durante el Imperio Romano, o canales de noticias durante la expansión holandesa del siglo XVII, lo que hoy vemos desde la posteridad como un orden ajustado sería concebido por los hombres de aquellos tiempos como un desquicio sin solución.

No digo como Jean Baudrilllard que la vida es un simulacro y que no hay diferencia entre lo real y su imagen para un mundo-pantalla, sino que la desmesura general es un dato cotidiano de nuestra percepción, y que no tenemos narración que la contenga. ¿Hace falta un mito? Es una pregunta ociosa. Podemos apelar como lo hacen otros a una idea de un futuro gobierno mundial, a una red de minigrupos de resistencia contra los poderes imperiales, a cualquier tótem o gran hermano benévolo o diabólico, la tensión entre la voluntad de ordenar y el exceso de lo real es inevitable. Pensemos en nuestro país. ¿Cómo pensar en proyectos sin orden futuro? ¿Puede una sociedad basarse en la improvisación, en una apuesta a suerte y verdad, en depender de la fortuna? ¿Cómo organizarnos en vistas a un futuro promisorio? Hay quienes sostienen que es necesario construir un Estado, como si no lo hubiera. Pero admitamos que se trata de un “nuevo” Estado. Ante los desajustes, los conflictos, y la parálisis de ciertas políticas, hay quienes piden convocar a todos los sectores interesados y planificar las futuras acciones en conjunto. Proponen la creación de un Consejo Nacional Agropecuario para dirimir y solucionar el problema del campo. O respecto de la salud, dicen que se necesita un plan nacional de salud. Imagino que a esto agregamos otro plan nacional de seguridad, un consejo nacional del salario y de la producción, uno de energía, de política ambiental. Es lo que se llama plan estratégico nacional. Todo un país planificado para los próximos veinte años como resultado del diálogo y la convergencia de las fuerzas vivas y de los agentes sociales más representativos. Nos parece un punto de vista absolutamente cierto, sentido común con mayúscula. Sin plan no hay objetivos generales, sin participación no hay acción al servicio de los intereses colectivos, sin acuerdos no hay avances. Y al mismo tiempo, también nos parece imposible.

Sólo en un mundo racional y generoso todo es posible, hasta un orden dinámico parece factible. Un universo amable permite la creación de un ambiente en el que todos entienden que negociar es ceder y no sólo convencer al otro de que ceda. En este caso ideal no se trata de un orden monopolizado por la violencia de un gran poder, sino de una organización inclusiva que planifique en medio del caos, que invente y cree herramientas contra quienes quieran conservar sus ventajas. Sin embargo, en una sociedad fragmentada como la nuestra, con un virtual empate entre grupos de presión, en una comunidad que no es tal porque la desconfianza es la regla de la supervivencia, hablar de concertación, de alianzas, de frentes, de consenso, de diálogo, de encuentros, no va más allá de un clamor retórico. Ante una situación así, ¿nos queda otra alternativa que adscribir a la consigna de aquel Mayo Francés del ’68: seamos realistas, pidamos lo imposible? Sí, la hay: seamos idealistas, tratemos de mejorar un poco.

Se fue un tipo extraordinario

Su documento de identidad decía que mi viejo nació un 25 de agosto de 1933, aunque en realidad su cumpleaños era el 23 de agosto, se ve que ...