21.5.18

Carta abierta a jugadores y cuerpo técnico de la selección Argentina


Por Fernando Neira

Cada cuatro años un grupo de 23 futbolistas, y su correspondiente cuerpo técnico, tienen una oportunidad histórica que atraviesa incluso los límites deportivos. Estamos a pocos días de que se ponga nuevamente en marcha la esperanza de conseguir la tercera Copa del Mundo para nuestro país, después de aquellas ya lejanas epopeyas de los años 1978 y 1986.

Para no herir susceptibilidades en una sociedad tan crispada y eruptiva como la nuestra, comparto lo que dijo el otrora campeón del mundo en México ´86, Jorge Valdano, cuando le consultaron cuán trascendental era este deporte para las sociedades: “El fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes”.

Está claro que hay cuestiones más relevantes que el fútbol, y que aunque la selección traiga de la mano de Lionel Messi la Copa del Mundo y salga a festejar al balcón de la Casa Rosada, a los que no les alcanza el sueldo para vivir lo van a seguir padeciendo. La Justicia va a seguir siendo igual de injusta, la educación continuará tan menospreciada y bastardeada como antes, y seguiremos teniendo un treinta por ciento de la población bajo la línea de pobreza.

Tampoco los que navegan con sus lujosos yates por el Delta van a dejar de enfiestarse cada fin de semana, ni los laburantes van a dejar de transpirar el lomo para llegar a sus trabajos en menos de dos horas para que la SUBE les rinda un poquito más. Los que representan empresas offshore lo continuarán haciendo sin ningún tapujo, y los que venden sánguches de salame, con canasta de mimbre en mano por el microcentro, la van a seguir peleando para llevar el mango a la casa. El mundo no será ni peor ni mejor, está claro.

Pero a pesar de todo esto, ustedes, los elegidos para representar a nuestro país en el Mundial de futbol, tienen una importante misión por delante. Tienen una gran responsabilidad. Es un Mundial de fútbol viejo!!! La oportunidad de cerrar, por lo menos durante unas semanas, la grieta que separa a la mayoría de los argentinos. Cuentan con la posibilidad de darle una cuota mínima o máxima de alegría, depende el fanatismo de cada uno, a millones de ciudadanos que a miles de kilómetros de distancia van a estar alentándolos. También complacer a los 15 mil compatriotas que se calculan van a viajar a Rusia a cumplir el sueño de ver en vivo semejante competencia deportiva, como así también satisfacer a los que no saben en qué idioma llegar a fin de mes. Aunque muchos de ustedes estén radicados en Europa y cuenten con un status social-económico casi de otro planeta, no desconocen que en nuestro país no abundan las buenas noticias.

El filósofo alemán Karl Marx, reflexionó alguna vez que “la religión es el opio del pueblo”, dando a entender que la religión era usada por las clases dominantes como instrumento para controlar al pueblo, aliviándolo y dándole sentido a sus padecimientos mediante la idea de un mundo de dicha y promesa de vida eterna. Luego algunos intelectuales contemporáneos y detractores del deporte del balón, aggiornaron dicha frase transformándola en: “El fútbol es el opio de los pueblos”.  Existen varias semejanzas entre el pensamiento religioso y el pensamiento futbolero, y la fe es el combustible común entre ambos. ¿Y si así lo fuera qué? ¿Está mal que una vez por semana el hincha del fútbol, y en el caso de los mundiales cada cuatro años, se abstraiga de sus pesares para disfrutar y alentar a la selección?. Como si no lo fuesen a estafar, flexibilizar, engañar o perjudicar en otro momento del calendario cuando no ruede la pelota. Pero por favor, o acaso no es mejor anhelar o disfrutar de algo que nos gusta y no en algo que odiamos o padecemos como la rutina misma. Lo curioso de los que tienen una postura anti deportiva, o atea, es que sí creen en un líder, en un partido político, en una coalición etc. Al fin y al cabo todos con sus verdades a medias salpican sus creencias con esa cuota de autoengaño que hace más digerible la realidad.

Jugadores, tienen la chance de disimular algunas heridas, desilusiones, de hacer homogéneo lo heterogéneo durante por lo menos 90 minutos cada vez que entren a la cancha con la camiseta de la selección. ¿Les corresponde tamaña responsabilidad?, seguramente no. Pero no dejen pasar esta oportunidad. ¿Tienen idea de la cantidad de hijos del barrio, padres de oficina o abuelos fabriles que desearían estar en su lugar defendiendo la celeste y blanca?. No pierdan la chance de entrar en la historia. El fútbol está en nuestro ADN, en nuestro árbol genealógico mal que le pese a algunos.


Ninguno de ustedes había siquiera nacido cuando Daniel Bertoni con la 4 en la espalda vencía al arquero holandés Jan Jongbloed y ponía el 3 a 1 definitivo con el que Argentina se coronaba campeón del mundo por primera vez en la historia en el Monumental de Núñez. Y sólo algunos pocos integrantes del actual plantel jugaban con Playmobils en plena niñez cuando Diego Maradona dibujaba el mejor gol de la historia ante los piratas ingleses en el estadio Azteca, mismo escenario donde días después la selección nacional superaría a Alemania por 3 a 2 y así sumaba a las vitrinas el segundo título mundial. La gloria deportiva es eterna muchachos... 

En el certamen van a competir contra selecciones más consolidadas, con mejor preparación o respaldadas por Asociaciones mucho más serias y transparentes que la AFA. Institución que hace no mucho tiempo convocó a elecciones para elegir a su máxima autoridad, donde participaron 75 personas y la votación tuvo como resultado un 38 a 38 que desafió las matemáticas. Eso lo sabemos y consideramos, pero hay algo que no se negocia, y es la actitud. Y en la ecuación del éxito es una variable que no suma, multiplica. Los argentinos todavía tenemos lugar en el alma para guardar algunas derrotas más, pero ya no nos queda espacio para almacenar más engaño. Para eso ya tenemos un amplio abanico de políticos que se ocupan a diario de alimentar esa sensación.

Ojalá el entrenador cuente con las herramientas intelectuales tácticas para sacar lo mejor de cada uno de ustedes dentro del campo de juego. Que sepa tocar las fibras íntimas de cada futbolista que integra el plantel para que sean pacientes cuando haya que serlo, y desobedientes, en el buen sentido, cuando sea necesario. Que logre que se comprometan, que dejen los celulares de lado y se comuniquen mirándose a los ojos. Que si tienen que fermentar disidencias lo hagan dentro del vestuario, que es donde se arreglan las cosas. Que el DT les logre transmitir que jugar en la Selección Nacional no es una obligación, es un privilegio. Entiendan qué es el “fuego sagrado”, si lo comprenden van a derretir todas las barreras que se le pongan por delante en el país soviético. Y así señores les aseguro que no habrá reproches.

En el fútbol como en la vida no hay recetas infalibles para conseguir resultados, y para colmo los argentinos somos tan disimiles, tan pasionales, tan sabelotodo. Tenemos más respuestas que interrogantes. Escuchamos más para contestar que para aprender y no dejamos de sacar conclusiones definitivas de un episodio particular. Conclusiones basadas en puntos de vista anclados en circunstancias o experiencias personales que rara vez nos permiten ponernos en el lugar del otro. Paradójicamente las únicas dos veces que fuimos campeones del Mundo, en el banco de suplentes estuvieron sentados César Luis Menotti y Carlos Salvador Bilardo, una de las dicotomías favoritas del periodismo deportivo vernáculo. ¿Entonces, por dónde es, cual es el librito que vale?

Desmenuzando la anatomía de ese instante de gloria que significaría conseguir la tan ansiada copa, los argentinos seguramente nos vamos a sentir, al menos por unos días, más argentinos. Utópicamente o no, se puede ansiar que después de haber compartido esas emociones colectivas y de ir en busca de un mismo objetivo, esto genere más unión como sociedad. Que nos pongamos de acuerdo en cosas más relevantes. Porque no nos olvidemos que como dijo Valdano, el fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes. Y si por esas cuestiones azarosas que tiene este deporte no se logra el objetivo, parafraseando al escritor uruguayo Eduardo Galeano, quedará esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al final de cada Mundial que no ganamos. 



La vida de Tom Wolfe, el gran cronista de las ambiciones estadounidenses

Por 
Tom Wolfe, el periodista y escritor innovador cuya prosa salvaje le dio vida al mundo de los surfistas de California, los fanáticos de la personalización de los autos, los astronautas y a los ricos y aspiracionales hombres de Manhattan en obras como El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ronLo que hay que tener y La hoguera de las vanidades, murió el lunes en un hospital de Manhattan. Tenía 88 años.
Su fallecimiento fue confirmado por su agente, Lynn Nesbit, quien dijo que Wolfe fue hospitalizado por una infección. El escritor vivió en Nueva York desde 1962, cuando entró a trabajar como reportero en The New York Herald Tribune.
Wolfe comenzó su carrera en la década de los sesenta y fue uno de los pioneros en el uso de técnicas literarias en los trabajos periodísticos, lo que le valió un gran reconocimiento en la creación del movimiento conocido como Nuevo Periodismo.
Era conocido por ser un atrevido inconformista pero, en realidad, era célebre tanto por sus sátiras como por su vestimenta. Su figura resaltaba mientras caminaba por la avenida Madison: era un hombre alto, esbelto, de ojos azules, aún de aspecto infantil, que solía lucir impecables trajes de tres piezas hechos a la medida, camisas de seda a rayas con cuello alto blanco almidonado, pañuelos brillantes que asomaban desde el bolsillo del pecho, antiguos relojes de bolsillo y zapatos blancos. Una vez le pidieron que describiera su atuendo y Wolfe respondió: “Neopretencioso”.
Su talento narrativo y la facilidad que tenía para caricaturizar fueron evidentes desde el principio de su carrera, que se diferenció por un estilo marcado por la pirotecnia verbal, la imitación perfecta de los patrones del habla, investigaciones meticulosas y un uso creativo del lenguaje pop y la puntuación.Era una respuesta irónica, típica de un escritor que se deleitaba diseccionando las pretensiones de los demás. Tenía un ojo despiadado, una inclinación natural para detectar tendencias y luego darles nombres, como pasó con Radical Chic y The Me Decade, dos términos de su autoría que se convirtieron en modismos estadounidenses.
“Como campeón de la extravagancia, no tiene comparación en el mundo occidental”, escribió Joseph Epstein en The New Republic. “Normalmente, el estilo de su prosa es de un barroco escopeta, otras veces es un rococó ametralladora como pasa en su artículo sobre Las Vegas que comienza repitiendo 57 veces la palabra ‘hernia'”.
En National Review, William F. Buckley Jr. lo expresó de una manera más simple: “Probablemente sea el escritor más hábil de Estados Unidos; quiero decir que puede hacer más cosas con las palabras que cualquier otro”.
De 1965 a 1981, Wolfe produjo nueve libros de no ficción. Ponche de ácido lisérgico, un relato de sus viajes como reportero con Ken Kesey y sus Merry Pranksters mientras difundían el evangelio del LSD en California, sigue siendo una crónica clásica de la contracultura. “Sigue siendo el mejor relato —ficticio o no, impreso o en película— sobre la génesis de la subcultura inconformista de los años sesenta”, escribió el crítico Jack Shafer en la Columbia Journalism Review al celebrar el 40 aniversario del libro.
Sin embargo, para algunos críticos es mucho más impresionante Lo que hay que tener, su relato reporteado exhaustivamente sobre los primeros astronautas estadounidenses y el programa espacial Mercury. El libro, adaptado en una película en 1983 con un elenco que incluía a Sam Shepard, Dennis Quaid y Ed Harris, convirtió al piloto de pruebas Chuck Yeager en un héroe cultural y ganó el Premio Nacional del Libro de Estados Unidos.
Al mismo tiempo, Wolfe continuó produciendo una serie de ensayos y textos para revistas como New York, Harper’s y Esquire. Su teoría de la literatura, que predicó en diversas intervenciones y publicó en artículos impresos, era que el periodismo y la no ficción habían “borrado a la novela como el evento principal de la literatura estadounidense”.
Después de Lo que hay que tener, publicado en 1979, se enfrentó a la que definió como “la pregunta que rondó a todos los escritores que experimentaron con la no ficción durante los últimos diez o quince años: ‘¿Simplemente estás eludiendo el gran desafío de la novela?'”.

La hoguera de las vanidades

La respuesta llegó con La hoguera de las vanidades. Publicada inicialmente como una serie en la revista Rolling Stone y, después de extensas revisiones, en formato libro en 1987, ofreció una imagen arrolladora y mordazmente satírica del dinero, el poder, la avaricia y la vanidad durante los desvergonzados excesos de los años ochenta en Nueva York.
La acción salta de Park Avenue a Wall Street y de ahí a los terroríficos escenarios de la Corte Criminal del Bronx, después de que Sherman McCoy, un tipo que se proclamaba como un “maestro del universo” pero que solo era un comerciante de bonos educado en Yale, se pierde en el Bronx durante una noche mientras manejaba su Mercedes-Benz acompañado por su joven amante. Después de atropellar a un hombre negro y casi iniciar un motín racial, el protagonista entra en las pesadillas del sistema estadounidense de justicia penal.
Aunque se convirtió en un gran éxito de ventas, La hoguera de las vanidades dividió a los críticos en dos bandos: los que elogiaron a su autor como digno heredero de sus ídolos narrativos como Balzac, Zola, Dickens y Dreiser, y quienes despacharon el libro calificándolo como periodismo inteligente, una crítica que persiguió al autor en su faceta literaria.
Wolfe respondió con la publicación en Harper’s de “Acosando a la bestia de los mil millones de pies”, un manifiesto en el que arremetió contra la ficción estadounidense por no cumplir con el honrado deber sociológico de informar sobre los hechos de la vida contemporánea en toda su complejidad y variedad.

Continue reading the main storyFoto

Wolfe en el Bronx, en 1987. Ese vecindario es el escenario de su novela "La hoguera de las vanidades". Credit

Su segunda novela, Todo un hombre(1998), también fue un gran éxito comercial y volvía a describir un panorama social en ascenso. Ambientada en Atlanta, trazó el auge y la caída de Charlie Croker, una exestrella de fútbol de Georgia Tech, de 60 años, quien se convirtió en un millonario desarrollador de proyectos inmobiliarios.
Las ambiciones narrativas de Wolfe y su gran éxito comercial le granjearon grandes enemistades.
“Su escritura extraordinariamente buena obliga a que uno contemple la incómoda posibilidad de que Tom Wolfe sea visto como nuestro mejor escritor”, escribió Norman Mailer en The New York Review of Books. “Entonces cuán agradecido puede sentirse uno por sus fracasos y su incapacidad para la grandeza, su ausencia de brújula para lo verdaderamente grande. Incluso puede que padezca de una incapacidad endémica para mirar en la profundidad de sus personajes más allá del ojo del periodista consumado”.
“Tom puede ser el fanfarrón más duro que haya tenido el mundo literario”, continuó Mailer. “Pero ahora ya no nos pertenece (¡si es que alguna vez fue así!). Ahora vive en el reino de Los Más Vendidos: ya es un inmortal de los medios. Casó a su gran talento con el dinero real, y muy pocos pueden hacer eso o permitirse hacer eso”.
Las críticas de Mailer tuvieron eco en John Updike y John Irving.
Dos años después, Wolfe se vengó. En un ensayo titulado “Mis tres chiflados”, incluido en Hooking Up, su libro de 2001, escribió que sus eminentes críticos se habían visto muy “impresionados” por Todo un hombre porque era una “novela intensamente realista, basada en la investigación, que se sumerge de todo corazón en la realidad social del Estados Unidos actual”, y sostuvo que su libró señaló la nueva dirección en la literatura de fines del siglo XX y principios del siglo XXI que pronto lograría que muchos artistas prestigiosos, “como nuestros tres viejos novelistas, parezcan decaídos e irrelevantes”.
Y, agregó, “debe irritarlos un poco que todos, incluso ellos, estén hablando de mí, y nadie está hablando de ellos”.
Fueron palabras duras de un hombre que era conocido por su gentileza y gran cortesía en persona. Durante muchos años, Wolfe vivió una vida relativamente privada en su departamento de doce habitaciones en el Upper East Side con su esposa, Sheila (Berger) Wolfe, una diseñadora gráfica y exdirectora de arte de Harper’s Magazine, con quien se casó cuando tenía 48 años. Ella y sus dos hijos, Alexandra, reportera de The Wall Street Journal, y Tommy, escultor y diseñador de muebles, lo sobreviven.
Todas las mañanas se vestía con uno de sus atuendos característicos —una chaqueta de seda, por ejemplo, chaleco blanco cruzado, camisa, corbata, pantalones plisados, calcetines rojos y blancos y zapatos blancos— y se sentaba frente a su máquina de escribir. Todos los días se fijaba una cuota de diez páginas, a tres espacios. Si terminaba en tres horas, ya había terminado el día.
“Si me toma doce horas, pues está muy mal, pero tengo que hacerlo”, le dijo a George Plimpton en una entrevista en 1991 para The Paris Review.
Durante muchos veranos los Wolfe alquilaron una casa en Southampton, Nueva York, donde el escritor mantenía su rutina diaria de escritura y el régimen de ejercicios que rara vez suspendió. En 1996 sufrió un ataque al corazón en su gimnasio y se sometió a una cirugía de baipás quíntuple. Luego sufrió un período de depresión severa del que lo revivió el personaje de Charlie Croker, protagonista de Todo un hombre.
En cuanto a su notable vestimenta, la definía como “una forma inofensiva de agresión”.
“Al principio de mi carrera descubrí que no tenía sentido que tratara de mezclarme”, contó en The Paris Review. “Podía ser el buscador de datos del pueblo o el hombre de Marte que simplemente quiere conocernos. Afortunadamente, el mundo está lleno de personas con la compulsión de querer contarte sus historias. Quieren decirte cosas que no sabes”.
Las excentricidades de su vida adulta distaban mucho de la normalidad de su infancia que, según todas las versiones, fue feliz.

El hijo de un profesor

Thomas Kennerly Wolfe Jr. nació el 2 de marzo de 1930 en Richmond, Virginia. Su padre era profesor de Agronomía en el Instituto Politécnico de Virginia; editor de la revista agrícola The Southern Planter y director de distribución de la Cooperativa Southern States, que más tarde se convirtió en una compañía de la lista Fortune 500. Su madre, Helen Perkins Hughes Wolfe, diseñadora de jardines, lo alentó a convertirse en artista y le inculcó su amor por la lectura.
El joven Tom fue educado en una escuela privada para niños en Richmond. Se graduó cum laude en la Universidad Washington y Lee en 1951 con una licenciatura en inglés y la habilidad suficiente como lanzador para ganarse una prueba con los New York Giants; sin embargo, no la pasó.
Se matriculó en la Universidad de Yale en el programa de estudios estadounidenses y terminó su doctorado en 1957. Después de enviar solicitudes de trabajo a más de cien periódicos y recibir tres respuestas, dos de ellas negativas, se fue a trabajar como reportero de temas generales en The Springfield Union en Springfield, Massachusetts, y luego se unió al equipo de The Washington Post. Fue asignado para cubrir América Latina y en 1961 fue premiado por una serie sobre Cuba.
En 1962, Wolfe empezó a trabajar en The Herald Tribune como reportero de los temas de la ciudad de Nueva York, donde encontró su voz como cronista social. Fascinado por las guerras del statu quo y las cambiantes bases del poder de la ciudad, puso toda su energía y su curiosidad insaciable en sus notas, que pronto lo convirtieron en una de las estrellas del equipo. Al año siguiente comenzó a escribir para New York, el suplemento dominical del periódico que fue renovado y editado por Clay Felker.
“Juntos atacaron lo que cada uno consideraba la historia más grande e inédita de la época: las vanidades, extravagancias, pretensiones y artificios de Estados Unidos dos décadas después de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad más rica que el mundo haya conocido”, escribió Richard Kluger en The Paper: The Life and Death of the New York Herald Tribune (1986).
Esos fueron días gloriosos para los periodistas. Wolfe se convirtió en uno de los exponentes del Nuevo Periodismo, junto con Jimmy Breslin, Gay Talese, Hunter Thompson, Joan Didion y otros. La mayoría fueron representados en El nuevo periodismo (1973), una antología que editó con E. W. Johnson.
En una declaración para el libro World Authors, Wolfe escribió que para él esa corriente “significaba escribir no ficción, desde artículos periodísticos hasta libros, con base  en el reporteo para reunir el material, pero también utilizando técnicas normalmente asociadas con la ficción, como la construcción escena por escena, para narrar”.
Y añadió: “En la no ficción podía combinar dos amores: la información y los conceptos sociológicos que los estudios estadounidenses me habían presentado, especialmente la teoría del estatus desarrollada por primera vez por el sociólogo alemán Max Weber”.
Al final fue su oído, agudo y afinado, lo que le permitió escribir con tono perfecto. Y, por supuesto, su gran talento para la escritura.
“Hay esto sobre Tom”, le dijo Byron Dobell, editor de Wolfe en la revista Esquire, al periódico The Independent en 1998. “Tiene ese don único del lenguaje que lo distingue como Tom Wolfe. Está lleno de hipérboles; es brillante; es divertido, y tiene un oído maravilloso para expresar cómo se ven y se sienten las personas. Tiene ese don de fluidez que se derrama en su escritura de la misma forma que pasaba con Balzac”.

Continue reading the main storyFoto
(*) articulo publicado originalmente en new york times

Se fue un tipo extraordinario

Su documento de identidad decía que mi viejo nació un 25 de agosto de 1933, aunque en realidad su cumpleaños era el 23 de agosto, se ve que ...