17.11.09

El Plan

Por Josefina Licitra


Antes, dice Elvira, las cosas eran distintas. Llegaba una caja grande y adentro estaba el arroz, la polenta, el aceite, el flan, la sémola, la salsa de tomate, todo: estaba todo lo que vos necesitabas.


–Antes –dice– vos vieras lo grande que era la caja.Elvira está sentada en la galería de su casa: tres ambientes de cemento áspero y un patio que desemboca, rejas mediante, en una calle de polvo. Sobre la mesa hay un mate y un cuenco lleno de azúcar. Elvira ceba y chupa con el mismo desencanto con el que respira. Así pasa tres mañanas por semana: desayunando flojamente y recibiendo a la gente que pasa a buscar la leche del Plan Vida.


–Antes –dice– te llegaba hasta yerba de marca, no este pastito.Elvira frunce los ojos. La mirada se le queda en un lugar que no es allá ni acá, y que suele ser el recuerdo. En el conurbano, donde el 35% de los habitantes está bajo la línea de pobreza, hay cerca de un millón personas cuyas vidas transcurren en este trance paradojal que sólo genera el Estado: a falta de un Plan, hay planes. Y la gente hace con ellos un trabajo de costura que, en el mejor de los azares, los salva de partirse al medio. En el caso del Plan Vida, se trata de un proyecto asistencial que cubre a las criaturas de cero a seis años y que es administrado por 35 mil manzaneras que, como Elvira, hacen de sus casas un lugar de expendio, una pasarela de mañanas rotas.


A veces, dice Elvira, vienen los nenes apurados y fuera de horario. La madre sale a trabajar temprano y ellos se quedan dormidos, y cuando ven que se les fue la hora, salen corriendo a buscar la leche para sus hermanos.


–A veces –dice– vienen pibitos de ocho, nueve años: pibitos que quedaron fuera del plan. Vienen, me lloran, me piden si no me sobra una leche, si no me quedó un fideíto. Capaz que yo me voy a comprar algo y vuelvo y los encuentro ahí, solitos, esperando. Ah, sí. Qué difícil.


Elvira es manzanera desde hace cuatro años. Tres veces por semana madruga, baldea su casa, recibe la mercadería –varias decenas de sachets de medio litro– y se sienta a esperar que entre las 9 y las 10 de la mañana lleguen los 160 beneficiarios que están en su lista. El plan, dice el gobierno bonaerense, es un programa de “nutrición complementaria”. Pero hay mucha gente que, sin un Plan y sin el plan –y sin salir a robar o a mendigar– no tendría nada que llevarse al estómago.


–Hay nenes –dice Elvira– que comen todos los días la polenta del plan.Para entrar en las listas, las madres de criaturas de hasta seis años deben tramitar un alta y aguardar tres meses –aunque hay quienes han esperado un año o más– para recibir los beneficios: medio litro de leche por día y por nene; y, una vez al mes, una caja de alimentos que está siendo lentamente reemplazada por una tarjeta de cien pesos puesta para “transparentar” el reparto de mercadería.


–Tendrían que llegar como diez productos en la caja, pero desde hace años que casi lo único que llega es polenta. Siempre polenta, polenta, polenta. Y fideo. Y el otro miércoles otra vez polenta. Hace seis meses que no veo un aceite.


Johnny, el marido de Elvira, un hombre de ojos tan celestes que parecen ciegos, está sentado a su lado y hace un rictus con forma de sonrisa. Tiene la quijada quieta; una palmeta en la mano. Cada tanto se sacude y aplasta un mosquito.


–Hablando del plan, a la Moni parece que le sale el subsidio –dice Johnny y mata un bicho–. Yo no entiendo cómo te pinchan los mosquitos si el cuerpo de uno es duro. Más para un mosquito.


–En los poros –responde Elvira–: clavan en los poros.


Un estudio sobre el Plan Vida hecho por la Universidad de Quilmes dice, entre tantas cosas que dice, que el nivel de instrucción de las manzaneras es, en términos generales, inferior al de las beneficiarias. Una lectura posible de este dato es que hay muchas mujeres que tuvieron una educación, que alguna vez formaron parte de un Plan, pero terminaron comiendo de las manos de un programa asistencial.


No es el caso de Elvira. Llegó de Formosa a los catorce años –con segundo grado completo– y trabajó toda la vida como personal doméstico. Sus patrones le enseñaron a atender el teléfono, a hacer una cama, a leer la lista de las compras. Pero nunca la pusieron en blanco. En ese tránsito estaba cuando conoció a Johnny: un albañil de ojos glaucos con el que terminó teniendo siete hijos.


Elvira y Johnny se reprodujeron a lo grande, ahorraron, compraron un terreno en Escobar. Allí –aquí– Johnny construyó esta casa seca de todo y coronada –en una impensada concesión a la belleza– por siete dinteles en forma de arco.


–Uno por cada hijo, ¡igualito que el plan! –se exalta Johnny y Elvira le festeja el chiste.


Vos vieras, dice ella, vos vieras lo bien que salen los arcos en las fotos.

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